martes, 1 de octubre de 2013

La despedida del mago Merlín

Por si alguna vez, estimados ex alumnos de mi corazón, recordáis al mago Merlín y os pasáis por esta destartalada y abandonada morada, cuelgo el discurso que escribí para despedir a mis últimos alumnos de 2º de Bachillerato en el Montojo. En realidad, en él me despedía yo mismo y las palabras de despedida os incluían a todos.

Discurso de despedida del mago Merlin.
Mayo de 2013.



Buenas noches a todos.
Especialmente, buenas noches, alumnos de 2º de Bachillerato.
Os voy a hacer una confesión: a mí, lo que me hubiera gustado en la vida es ser poeta. Cuando tenía vuestra edad y ante mí se abrían, como ahora ante vosotros, todos los caminos y recorrer cualquiera de ellos parecía una excitante aventura, yo quería ser poeta. (Bueno, también quise ser científico de la nasa…y antropólogo…y paleontólogo e…incluso, misionero, cuando era un poco más pequeño.) Pero uno no puede recorrer todos los caminos que a vuestra edad se abren ante él, y yo acabe en profesor de Literatura.
Algunas veces como hoy, lamento especialmente este relativo fracaso de mi vida porque hoy yo querría dirigiros el discurso más hermoso del mundo y ese discurso, por supuesto, sería un poema. Pero, siguiendo el sino de lo que ha sido mi vida, me voy a quedar como siempre en una inadecuada clase de literatura.
“La poesía es la palabra esencial en el tiempo” decía Machado y, seguro que lo recordáis, ponía de ejemplo a Manrique.
Manrique trata de consolarse de la pérdida de su padre y de la desaparición de una época (la de su padre, la de de Juan II de Castilla) con las ideas del cristianismo medieval que dicen que la vida no vale nada porque no dura nada. Para constatar su carácter efímero evoca ese mundo perdido y, quizá en contra de su propósito, nos deja unas palabras esenciales en las que atrapa para siempre su nostalgia por la belleza y el brillo de esa corte; mayores aún (la belleza y el brillo), precisamente porque ya están perdidos irrevocablemente. “¿Qué se hicieron las damas, sus tocados y vestidos, sus olores? ¿Qué se hicieron las llamas de los fuegos encendidos de amadores? ¿Qué se hizo aquel trovar, las músicas acordadas que tañían? ¿Qué se hizo aquel danzar, aquellas ropas chapadas que traían?”.
Pues bien, si yo hubiera llegado a poeta, habría encontrado unas palabras esenciales que captarían el tiempo de este curso cuyo final ha llegado tan callando y que pronto estará tan irremisiblemente perdido como el brillo de la corte de Juan II.
En ellas, a lo mejor a través de pequeños recuerdos compartidos, recogería sin duda la grata costumbre de encontrarme con vosotros en clase. Quizá recordando la belleza frágil y delicada de Eva y de Sandra siempre tan atentas en primera fila; o la máscara de niños buenos con la que Carlos y Santiago esconden su inteligencia crítica y un poquito socarrona; o el siempre agradable trato de Gaby y el también siempre agradable trato de Jónatan, tan apacible; o la tenacidad de Carlos, que le llevará allí donde quiera ir; o la simpatía un poco gamberra de Alejandro y de David…y la de Eloy, Fernando y Rubén, igualmente simpáticos y gamberros (por cierto, ¿quién, con talento de escultor vanguardista, en vez de subir las sillas a las mesas, se entretuvo el último día de clase en subir las mesas a las sillas creando un inestable bosque de patas de pupitre?)…Bueno, seguramente también quedaría reflejada en esas palabras mi sospecha de que Juan Carlos es uno de esos hombres justos y secretos en gracia a los cuales Yavé perdona al mundo y no lo  aniquila con una lluvia de fuego. Y por supuesto, también habría espacio, aunque no sea su tutor, para recordar a mi otro grupo (el B), igualmente querido para mi corazón y tan curiosamente simétrico del A, en el cual la simpatía gamberra (aunque con un toque femenino) corre a cargo de sus bellísimas alumnas, y la fragilidad y la delicadeza (unidas a una educada caballerosidad) a cargo de sus escasos alumnos varones.
Sin que se dijera expresamente, a través de esas palabras se debería adivinar lo agradable que ha sido para mí el curso, el cariño que os he cogido, la esperanza que tengo en vosotros… y quizá, especialmente, la melancolía por otro curso que termina.
Especialmente la melancolía porque para mí este no es un final de curso más (y siempre los finales son un poco melancólicos) sino el final del tiempo que llevo de profesor en este centro. Como supongo que ya sabéis todos, el curso que viene, después de veintisiete años, ya no daré clase en él porque me voy a Madrid, donde nací, pero donde mis nuevos alumnos y mis nuevos compañeros (que espero que sean también estupendos) no tendrán ese dulce acento gallego, y donde -¡ay!- tendré que ganarme el aprecio que tan generosamente me concedéis aquí. (O por lo menos, así me lo parece a mí.) Llegué a este centro con veintiséis años, delgadito y calvo, y me voy con cincuenta y tres, igual de calvo pero no tan delgadito: toda una vida, y un tiempo en que me he convertido, sin lamentarlo demasiado una vez olvidados aquellos delirios poéticos (y antropológicos y paleontológicos y misioneros) de juventud, en lo que soy: un profesor de Literatura. Identidad en la que me siento francamente a gusto, aunque no sea capaz de escribir ese discurso más hermoso del mundo y en su lugar me salga algo parecido a una clase de Literatura.
Y en realidad este era el final, pero quiero remarcar algo que prefiero decir dos veces a dejar que se entrevea entre las palabras de mi discurso. Y es que todos, todos, alumnos y compañeros, y entre los compañeros incluyo no sólo a los profesores, especialmente desde que supisteis que me iba, me habéis hecho sentir verdaderamente apreciado. Un aprecio que me otorgáis con una generosidad que agradezco de todo corazón y recibo como el mejor de los regalos. Si en este viaje que emprendo, sin el equipaje de belleza y juventud que lleváis vosotros, las cosas no me van del todo bien, siempre me reconfortará y ayudará pensar que en Ferrol, que en el Montojo… me querían.
Muchas gracias.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Ejerccio cuatro. El narrador.

¿Quién es el que cuenta el cuento? Sin respondernos a esta pregunta nunca entenderemos ningún cuento.

Recordemos que nada es verdad ni mentira sino que todo es según el color del cristal con que se mira y en un cuento miramos a través del color de los ojos del narrador. El lobo de Caperucita o el ogro de Pulgarcito, ¿nos contarían sus respectivos cuentos tal como los conocemos?

En los cuentos tradicionales el narrador es una tercera persona que parece Dios: es invisible y sabe lo que piensan y por qué actúan los personajes y nos lo cuenta. A este tipo de narrador se le da el nombre de uno de los atributos de Dios; le llamamos NARRADOR OMNISCIENTE, que significa que es un narrador que todo lo sabe.

Si el narrador es un personaje que participa en la acción lo primero que pierde es la omnisciencia. Ya sólo sabe lo que piensa él y por qué actúa él y, también, lo que ve y lo que le han contado. Pero además, también pierde credibilidad. Por vanidad o por interés puede disimular los aspectos del relato que le perjudiquen y agrandar los que le beneficien. Puede tergiversar y puede mentir. Lo que cuenta ya no es tan seguro como si es Dios quien lo cuenta. A este narrador se le llama NARRADOR INTERNO. Si es el protagonista se le llama NARRADOR PROTAGONISTA y si no es el personaje principal se le llama NARRADOR TESTIGO.

El ejercicio que os propongo consiste en manipular un cuento tradicional, cambiándole el narrador. ¿Cómo sería el cuento de Blancanieves contado por la madrastra? ¿Y el del porquerizo contado por la princesa? Pues algo así es lo que tenéis que escribir. Pensad en un cuento tradicional (o una historia que todo el mundo conozca), elegid uno de sus personajes y contad la historia desde su punto de vista, en primera persona. Puede ser un narrador protagonista o un narrador testigo.

NOTA: Podéis contar sólo una parte del relato e incluso modificarlo algo si lo estimáis necesario.

Seguro que lo hacéis muy bien. ¡Hala!

martes, 1 de noviembre de 2011

Ejercicio tres. Un recuerdo infantil.

Este tercer ejercicio (seguro que no sabéis cuáles son el primero y el segundo, pero no importa mucho) va a consistir en contar un recuerdo infantil. Os sugiero uno de especial importancia en la biografía de cualquiera: el primer día de colegio. ¿Os habíais separado antes de vuestros padres? ¿Fuisteis valientes en ese duro trance? ¿Cómo fue vuestra primera o primer profesor? ¿Qué tal vuestros compañeros?...
Rebuscad en vuestra memoria y a ver que tal os sale.

martes, 4 de octubre de 2011

Otro nuevo curso

Otro curso nuevecito para estrenar.

Aunque para mí no todo es tan nuevo. Después de más de un año de abandono he encontrado el cuaderno destartalado y todo cubierto de polvo; y juraría que el traje de mago era más azul, y además parece que ha encogido, porque casi no entro en él.

Después de mucho revolver y llenarme de polvo he encontrado este ejercicio, que es el primero que tenéis que hacer. Y este otro, que es el segundo.

Ánimo y empezad con buen pie.

jueves, 3 de junio de 2010

Otra vez Garfio

Perdonadme la decortesía, pero este curso no os he presentado a Garfio. Pero parecía que se había esfumado y no ha dado señales de vida hasta que me fui a las Bermudas. Aquí podéis saber de él.

Otro ejercicio séptimo. Convertirse en bruja.

En los cuentos, y no solo en los cuentos, a veces hay transformaciones. Un sapo, por ejemplo, se convierte en príncipe. En las historias mitológicas las metamorfosis son, si cabe, más frecuentes: recordad la de Dafne en laurel.

Tenéis que escribir un relato narrado en primera persona en el que la (o el) protagonista se convierta en una bruja. La transformación durará solo una noche y luego la protagonista volverá a ser como antes. Podéis contarlo todo –la transformación, sus acciones como bruja, su vuelta a la normalidad- o narrar sólo un fragmento de la historia. (El fragmento debe tener cierta unidad aunque empiece “in media res” y tenga un final abierto.)

Séptimo ejercicio. Un saco mágico.

Un elemento fundamental de muchos cuentos es un objeto mágico que consigue el protagonista (normalmente gracias a su bondad) y que le facilita la difícil tarea que siempre tiene que realizar.
El objeto mágico puede ser una bolsa de dinero cuyo contenido nunca se acaba, una flauta que obliga a bailar a todos los que la escuchan, una servilleta que hace aparecer los más ricos manjares, una capa que vuelve invisible a quien la lleva…En un cuento popular español, Juan soldado, el objeto es un saco donde se mete todo lo que su dueño quiere con decir “al saco, al saco”. Juan soldado empieza metiendo en él hogazas de pan y chorizos y acaba metiendo al diablo y a la misma muerte.

Tenéis que escribir un relato narrado en primera persona sobre alguien (podéis ser vosotros mismos) a quien le han dado ese saco mágico. El narrador puede ser el protagonista –quien recibe el saco- o un testigo. Puedes contar la historia entera –desde que recibe el saco hasta que lo pierde, por ejemplo- o solo un fragmento. (El fragmento tiene que tener cierta unidad aunque comience “in media res” y tenga un final abierto.)