Discurso de despedida del mago Merlin.
Mayo de 2013.
Buenas noches a todos.
Especialmente, buenas noches, alumnos de
2º de Bachillerato.
Os voy a hacer una confesión: a mí, lo
que me hubiera gustado en la vida es ser poeta. Cuando tenía vuestra edad y
ante mí se abrían, como ahora ante vosotros, todos los caminos y recorrer
cualquiera de ellos parecía una excitante aventura, yo quería ser poeta.
(Bueno, también quise ser científico de la nasa…y antropólogo…y paleontólogo
e…incluso, misionero, cuando era un poco más pequeño.) Pero uno no puede
recorrer todos los caminos que a vuestra edad se abren ante él, y yo acabe en
profesor de Literatura.
Algunas veces como hoy, lamento
especialmente este relativo fracaso de mi vida porque hoy yo querría dirigiros
el discurso más hermoso del mundo y ese discurso, por supuesto, sería un poema.
Pero, siguiendo el sino de lo que ha sido mi vida, me voy a quedar como siempre
en una inadecuada clase de literatura.
“La poesía es la palabra esencial en el
tiempo” decía Machado y, seguro que lo recordáis, ponía de ejemplo a Manrique.
Manrique trata de consolarse de la
pérdida de su padre y de la desaparición de una época (la de su padre, la de de
Juan II de Castilla) con las ideas del cristianismo medieval que dicen que la
vida no vale nada porque no dura nada. Para constatar su carácter efímero evoca
ese mundo perdido y, quizá en contra de su propósito, nos deja unas palabras
esenciales en las que atrapa para siempre su nostalgia por la belleza y el
brillo de esa corte; mayores aún (la belleza y el brillo), precisamente porque
ya están perdidos irrevocablemente. “¿Qué se hicieron las damas, sus tocados
y vestidos, sus olores? ¿Qué se hicieron las llamas de los fuegos encendidos de
amadores? ¿Qué se hizo aquel trovar, las músicas acordadas que tañían? ¿Qué se
hizo aquel danzar, aquellas ropas chapadas que traían?”.
Pues bien, si yo hubiera llegado a
poeta, habría encontrado unas palabras esenciales que captarían el tiempo de
este curso cuyo final ha llegado tan callando y que pronto estará tan irremisiblemente
perdido como el brillo de la corte de Juan II.
En ellas, a lo mejor a través de
pequeños recuerdos compartidos, recogería sin duda la grata costumbre de
encontrarme con vosotros en clase. Quizá recordando la belleza frágil y
delicada de Eva y de Sandra siempre tan atentas en primera fila;
o la máscara de niños buenos con la que Carlos y Santiago
esconden su inteligencia crítica y un poquito socarrona; o el siempre agradable
trato de Gaby y el también siempre agradable trato de Jónatan,
tan apacible; o la tenacidad de Carlos, que le llevará allí donde quiera
ir; o la simpatía un poco gamberra de Alejandro y de David…y la
de Eloy, Fernando y Rubén, igualmente simpáticos y
gamberros (por cierto, ¿quién, con talento de escultor vanguardista, en vez de subir
las sillas a las mesas, se entretuvo el último día de clase en subir las mesas
a las sillas creando un inestable bosque de patas de pupitre?)…Bueno,
seguramente también quedaría reflejada en esas palabras mi sospecha de que Juan
Carlos es uno de esos hombres justos y secretos en gracia a los cuales Yavé
perdona al mundo y no lo aniquila con
una lluvia de fuego. Y por supuesto, también habría espacio, aunque no sea su
tutor, para recordar a mi otro grupo (el B), igualmente querido para mi corazón
y tan curiosamente simétrico del A, en el cual la simpatía gamberra (aunque con
un toque femenino) corre a cargo de sus bellísimas alumnas, y la fragilidad y
la delicadeza (unidas a una educada caballerosidad) a cargo de sus escasos
alumnos varones.
Sin que se dijera expresamente, a través
de esas palabras se debería adivinar lo agradable que ha sido para mí el curso,
el cariño que os he cogido, la esperanza que tengo en vosotros… y quizá,
especialmente, la melancolía por otro curso que termina.
Especialmente la melancolía porque para
mí este no es un final de curso más (y siempre los finales son un poco
melancólicos) sino el final del tiempo que llevo de profesor en este centro.
Como supongo que ya sabéis todos, el curso que viene, después de veintisiete
años, ya no daré clase en él porque me voy a Madrid, donde nací, pero donde mis
nuevos alumnos y mis nuevos compañeros (que espero que sean también estupendos)
no tendrán ese dulce acento gallego, y donde -¡ay!- tendré que ganarme el
aprecio que tan generosamente me concedéis aquí. (O por lo menos, así me lo
parece a mí.) Llegué a este centro con veintiséis años, delgadito y calvo, y me
voy con cincuenta y tres, igual de calvo pero no tan delgadito: toda una vida, y
un tiempo en que me he convertido, sin lamentarlo demasiado una vez olvidados
aquellos delirios poéticos (y antropológicos y paleontológicos y misioneros) de
juventud, en lo que soy: un profesor de Literatura. Identidad en la que me
siento francamente a gusto, aunque no sea capaz de escribir ese discurso más
hermoso del mundo y en su lugar me salga algo parecido a una clase de Literatura.
Y en realidad este era el final, pero
quiero remarcar algo que prefiero decir dos veces a dejar que se entrevea entre
las palabras de mi discurso. Y es que todos, todos, alumnos y compañeros, y
entre los compañeros incluyo no sólo a los profesores, especialmente desde que
supisteis que me iba, me habéis hecho sentir verdaderamente apreciado. Un
aprecio que me otorgáis con una generosidad que agradezco de todo corazón y
recibo como el mejor de los regalos. Si en este viaje que emprendo, sin el
equipaje de belleza y juventud que lleváis vosotros, las cosas no me van del
todo bien, siempre me reconfortará y ayudará pensar que en Ferrol, que en el
Montojo… me querían.
Muchas gracias.